lunes, 19 de octubre de 2009


Mi novia tiene todas las respuestas

Creo que por eso nos gustamos tanto desde un principio y también creo que eso fue lo que nos destrozó ya en ese último tiempo.
La conocí en una milonga, bah… en realidad ya la tenía de antes, pero la noche del 3 de enero bajo el calor intenso del salón, con ese tufo a cigarrillo y vómitos de azares, tuve mi primer encuentro con ella. Me gustaba mucho el tango, en realidad me gusta, pero ese día fue la primera vez que asistía al lugar y reconozco que a primeras luces quedé azorado con esta mujer. Con ella tuve mis primeros “todos” por decirlo de una manera: le tiré mi primer cabezazo, le dije por primera vez a una mujer lo mucho que me gustaba el violín… mi primera mano acá, la otra allá y también la primera puteada. Finalizando la noche en el hotel que está a la vuelta de El Yeite, entendí porqué me insultó tanto y no quiso bailar más conmigo… tenía los pies rotos.
En fin, lo que pasó solamente es un detalle más de esta historia. El tango digamos dio inicios a esta relación que nada tenia que ver con el 2 x 4 y mucho que contar, sobre todo, cuando cada 2 x 4 íbamos a la cama.
Nuria es una mujer impactante, más aun cuando habla. Una vez le pregunté acerca de su vida, qué es lo que hacia por estos lados tan poco felices, qué trabajo tenía (si tenía) o qué hacía… ella respondió: “No importa, solo ámame”. Esa frase no me la olvido más.
Aficionada a la poesía y los versos de autores poco conocidos, siempre recitaba cosas que yo entendía poco y nada, sólo me limitaba a observarla y tratar de entablar un diálogo coherente sin tantas idas y vueltas por comarcas literarias.

Las tres de la mañana era algo que implícitamente los dos compartíamos:

— ¿Querés un café?— le preguntaba luego de que finalice una prosa.
— No, solo ámame.

Lógicamente acudía a su lado y saciaba su despelecho de caricias: apenas unos besos en su cuello roto de whisky, acariciaba su piel cuyo olor siempre era a eucaliptos, me internaba en sus ojos ya cerrados y simplemente la amaba. A esta altura ya con una mezcla de pavor y placer, reconozco que he buscado mujeres poco convencionales y ella no era la excepción.
A simple vista parecía una dama muy dada con las personas. Pelo negro con dudosas ondas hacia la cintura, ojos que en días nublados se asemejaba a una perla negra grande y brillosa. Dientes alegres con un pequeño desperfecto en los caninos inferiores, labios carnosos con una comisura que hacía agua la boca hasta al más frígido bloque de cemento en oficinas, y una voz… que gracias a dios no la utilizaba mucho. Aún así, chillona y radiante pero calma y sumisa, yo la amaba con una ternura poco común.
Me levantaba con caricias, siempre en silencio, siempre entre eucaliptos, siempre en silencio.

A primera pregunta:
— No importa, solo ámame.

Escucharla decir esas palabras me afiebraba el sudor, la frente se me hacía ancha en conjunto con palpitaciones exaltantes.
Y la amaba.
Con salarios exiguos y sobradas horas de trabajo, ya por marzo vivíamos juntos. El vino y la tinta nunca faltaban, de tanto en tanto alguna buena comida pero lo que frecuentemente rebalsaba era la olla de poesías a las tres de la mañana. Esa hora en que la noche no es hada ni alba. Nos mirábamos en silencio y con firmeza de militante noctámbulo le preguntaba ya al verla finalizar un verso:

— Nuria ¿Crees que moriremos juntos?

La respuesta es obvia, no voy a entrar en detalles del desparramo de gritos y lamentos cuando la repetición daba fruto a la irregularidad. Dando saltos por la habitación naranja con alfombras verdes (Nuria tenía un gusto bastante peculiar), le contaba de manera abrupta los pormenores de mi vida y los relatos de mi infancia. Ella a cierto punto se dormía pero yo la despertaba; con ojos entrecerrados sonreía apenas cuando yo hablaba de lo mucho que me gustaba sacar medio cuerpo por la puertita del techo del Ford Sierra de mi abuelo, sentir el derrame de libertad en mis pómulos vírgenes de escarmientos cuando el viento me golpeaba y la lluvia me palmeaba. Pararme desnudo en frente a un hogar en inviernos que eran inviernos, el canto de mi madre a las siete de la mañana anunciando mi deplorable ida a la escuela, el bólido en que me llevaba mi papá… en fin. Infinidades de historias que eufórica y teatralmente le relataba.
Ella… dormía y en su silencio me amaba. Sé que soñaba conmigo, nunca me lo dijo, pero yo sabía que sí. Gemía de manera descarada y se acariciaba los pechos en tonos insolentes.

— Buen día Nuria, me voy a bañar.
— No importa, solo ámame.

Un día domingo, como no puede ser de otra manera, todos los espejos se rompieron en llanto, las macetas ya no dieron flores y los mates fueron ácidos. Fue el día en que el reloj terminó de sonar a las tres de la mañana y las latas de café nunca más despertaron a nadie.

— Nuria ¿Querés ir a pasear?
— No, tengo hambre y los libros no me dan aquellos tréboles de cuatro hojas que les pedí de niña.

Y en ese momento la eché.

Fue como una plaza que ya tuvo sus árboles y nada distinto tenía de otras. Sus manos perdieron esos giros muertos y ahora me reclamaba algo que yo no podía darle, me demandó una respuesta verbal que mi sexo nunca pretendió. Y su imagen fue otra.

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